
Cada 6 de julio, Pamplona se convierte en el epicentro festivo de España con el estallido del chupinazo que marca el inicio de los Sanfermines. Una celebración que, tradicionalmente, ha sido símbolo de alegría colectiva, desinhibición y unidad popular. Sin embargo, en los últimos años, este momento de exaltación festiva ha sido secuestrado, poco a poco, por intereses políticos auspiciados por el nacionalismo vasco que desvirtúan su esencia y lo convierten en un campo de batalla ideológico.
Lo que debería ser un acto neutral, protagonizado por el pueblo, ha pasado a ser objeto de una calculada instrumentalización por parte de formaciones políticas nacionalistas vascas y colectivos con intereses muy alejados del sentir popular. Las pancartas, proclamas, pitadas y gestos ensayados ya no responden al calor del momento, sino a estrategias preconcebidas que buscan capitalizar la atención mediática nacional.
Este fenómeno no es nuevo, pero sí se ha intensificado. Lo que antes era un festejo espontáneo y transversal —donde cabían todos, sin importar ideología, procedencia o lengua— se ha ido convirtiendo en un ritual incómodo, en el que el respeto por la diversidad brilla por su ausencia. La plaza consistorial, convertida en un escaparate político nacionalista, es ahora más un plató que una fiesta.
Lo más preocupante es que esta deriva no solo tensiona el ambiente, sino que genera una creciente desafección entre quienes ven cómo una celebración popular y apolítica se convierte en un vehículo de confrontación. El visitante foráneo asiste perplejo, confundido por símbolos que no comprende y por un clima de crispación impropio de unas fiestas universales. Y el navarro que solo quiere disfrutar de su tradición, siente cómo le arrebatan algo que siempre le perteneció.
Los Sanfermines no necesitan banderas ni consignas. Necesitan respeto. Respeto por una fiesta que ha sido durante siglos patrimonio común, que ha sobrevivido a guerras, epidemias y dictaduras sin perder su esencia. Hoy, sin embargo, corre el riesgo de diluirse en el ruido político de quienes anteponen la propaganda al disfrute colectivo.
Es hora de devolver el chupinazo al pueblo. De despolitizar la fiesta y de entender que hay espacios que deben ser sagrados para la convivencia, y uno de ellos —pocos tan emblemáticos— es el de los Sanfermines. Porque la pólvora no debería encender discursos, sino alegría.