El Gobierno ha presentado un anteproyecto que pretende entregar la instrucción penal a los fiscales. Bajo la apariencia de modernidad, lo que se propone es un cambio de modelo que afecta a la raíz del Estado de Derecho: quién controla el poder punitivo del Estado.
Hasta ahora, el juez instructor ha sido una figura esencial para garantizar que la investigación de los delitos se realice con imparcialidad. El juez no acusa ni defiende; vela por los derechos fundamentales, controla la legalidad de las diligencias y evita que la presión política o mediática contamine la búsqueda de la verdad. Sustituirlo por el fiscal significa que quien investiga será también parte acusadora.
La Fiscalía no es independiente
El problema no es técnico, sino institucional. La Fiscalía española no es un órgano independiente: depende jerárquicamente del Gobierno. El fiscal general del Estado es nombrado por el Consejo de Ministros y puede ser cesado libremente por él. El artículo 124 de la Constitución vincula su actuación al principio de unidad de actuación y dependencia jerárquica. En la práctica, eso significa que el fiscal actúa conforme a las directrices que emanan de la cúpula, y esta responde ante el Ejecutivo.
Resulta ingenuo —o cínico— pensar que un fiscal sometido a esa cadena de mando investigará con libertad los casos que afecten al propio Gobierno o a su entorno político. La independencia no se proclama: se garantiza mediante estructuras institucionales. Y esas estructuras, hoy, no existen.
Un modelo que erosiona la separación de poderes
En los países donde el fiscal dirige la instrucción —como Francia o Italia— existe un juez de garantías con auténtico poder de control y fiscalías dotadas de autonomía constitucional. España carece de ambos elementos. Pretender importar solo la parte conveniente del modelo sin sus contrapesos equivale a debilitar la separación de poderes.
La justicia no necesita reformas que aumenten el poder del Gobierno, sino garantías que lo limiten. Entregar la instrucción a los fiscales es un error histórico que compromete la imparcialidad del proceso penal y erosiona la confianza ciudadana en los tribunales.
El juez instructor puede ser imperfecto, pero es independiente. El fiscal puede ser eficaz, pero no libre. Y sin libertad institucional, la justicia deja de ser un poder y se convierte en un instrumento.

